El problema de los shocks asimétricos

El problema de los shocks asimétricos
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En el presente estamos pasando por momentos convulsos en lo que se refiere a la política monetaria de la Unión Europea, y por ello desde hace un tiempo viene reapareciendo el debate sobre la conveniencia o no de la misma. Los discursos en pro de la integración europea comenzaron hace ya mucho tiempo, allá por los años 50. Entonces Robert Schuman, ministro francés de asuntos exteriores, proponía poner en común la producción de carbón y acero con Alemania, y desde ahí se han sucedido numerosos procedimientos de integración.

El culmen del proceso pareció llegar en 1999, cuando se fijaron todas las divisas europeas con la moneda única, el euro, aunque no apareciese en circulación hasta 2002. El ciudadano medio presagiaba entonces que el proceso de integración europea se había consolidado y que a partir de aquello solo cabrían beneficios y ventajas de la nueva moneda, pero ahora sabemos que esta expectativa era demasiado halagüeña.

Ahora la experiencia nos está enseñando como nos afectan estos fenómenos llamados shocks asimétricos. Para el que no esté familiarizado con este término, un shock asimétrico se define como una alteración repentina en la economía que causa efectos de sentido contrario en distintas zonas, normalmente se habla de países.

El ejemplo típico podría ser un cambio en los gustos o preferencias de los consumidores, de manera que éstos prefieran de repente productos fabricados en un país A en vez de otros elaborados en B, ya sea porque hayan quedado obsoletos o por cualquier otra razón. Esto provocará un aumento en la demanda del país A a costa de un descenso de la del país B, con la consecuente destrucción de empleo en este último.

El diferente comportamiento de las variables (en el ejemplo la demanda y el empleo) en dos países miembros de una unión monetaria hace que no exista una solución común vía política monetaria, ya que ésta siempre produce efectos en un mismo sentido para todos los países miembros, nunca en dos opuestos.

La solución para paliar estos shocks pasa entonces por la política fiscal, en el sentido de intentar estimular el empleo en el país damnificado y enfriarlo en el agraciado. El problema está en que la política fiscal no se encuentra centralizada, como ocurre con la monetaria, sino que está descentralizada. Esto se traduce en que el país bien parado podría defenderse de la estrategia fiscal de la del mal parado, y conseguiría evitar de esta forma la llegada de una situación de pleno empleo para ambos países.

De todo esto se concluye que solo podríamos paliar los efectos de estos shocks si se centraliza la política fiscal. ¿Por qué no se hace? Hay dos impedimentos principales. El primero es el político, pues un cambio estructural de tal envergadura limitaría en una magnitud importante al poder de gobiernos nacionales, cosa que a ninguno de los representantes del nuestro o de cualquier otro les agradaría demasiado.

La segunda dificultad, aunque sea más moral que real, se denomina precisamente problema del riesgo moral. Si hay centralización fiscal, una política redistributiva cubriría parte del daño del perjudicado por el shock, lo cual no es malo en principio pero puede atraer a efectos perversos. El perjudicado puede sentirse muy cómodo al recibir subvenciones que provienen de un gobierno conjunto. Quizá al país A no le guste pagar impuestos para amparar al país B.

Si dejamos de hablar de países A y B y empezamos a hablar de Alemania y España (o cualquier otro PIGS) vemos más claro qué significaría una centralización en la política fiscal. Perder la hegemonía fiscal supondría traspasar a papá Europa (más bien a mamá Merkel) nuestra facultad de autogobierno. No digo que no lo merezcamos por la irresponsabilidad y los excesos cometidos estos años, pero creo que sería un castigo demasiado duro. No debemos permitirlo.

En El Blog Salmón | Joseph Stiglitz: “La austeridad conduce al desastre”, El núcleo duro de la UE quiere protegerse de crisis futuras
Imagen | guillenperez

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